Las ocho a. m.
- Juan Ángel Torres Rechy
- 15 may 2017
- 2 Min. de lectura
El tiempo constituye un asunto complicado. Cada una de sus partes tiende hacia espacios distintos, y su suma no es igual a la del conjunto, sino diferente. Los filósofos, los físicos y nosotros la gente a pie siempre lo tenemos en la punta de la lengua y en la muñeca del brazo. El tiempo corre (rápido) y pasa frente a nosotros levantando el polvo de las calles; u opera en nuestro interior y la vida en ocasiones nos resulta lenta: la hora señalada nunca llega, como les sucede a los deportistas con la meta, cuando acuden a la cita atlética sin la preparación debida.
El tiempo, como la naturaleza y las personas, cambia. Su dimensión resulta inversamente proporcional a la edad del ser humano: cuando este es menor aquel es mayor, y cuando este es mayor aquel es menor. El tiempo no existe si no es por nuestra percepción del mundo, pero tampoco nuestra percepción del mundo existe si no es por él. En el arte, el tiempo ha aparecido representado bajo la forma de un libro de arena, infinito, o con la condición de la languidez, según el cuadro del autor catalán colgado en la pared. El tiempo, como un buen amigo, nos apremia a hacer las cosas, y como una madre, nos acoge en su regazo sin cobro de tasa alguna.
Hace años, leí un cuento ¿de China? donde el tiempo era un ser (consciente). Pensaba, reflexionaba, tomaba decisiones, así como otras veces se dejaba llevar por las circunstancias. Su enamorada era la eternidad (un amor imposible). Ella siempre se mostraba esquiva, aunque de vez en vez, con las precauciones necesarias para que él no la viera, detenía su andar en la espesura y lo miraba cuando él se ejercitaba o cuando se sentaba sobre un tronco para derramar las amargas lágrimas de su llanto. Todos y cada uno de nosotros sabemos de qué hablamos cuando hablamos del tiempo.
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