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Las ocho a. m.

El tiempo constituye un asunto complicado. Cada una de sus partes tiende hacia espacios distintos, y su suma no es igual al conjunto, sino algo diferente. Los filósofos, los físicos y nosotros la gente de a pie siempre lo tenemos en la punta de la lengua y en la muñeca del brazo. El tiempo corre (rápido) y pasa frente a nosotros levantando el polvo de las calles; o hace sus operaciones en nuestro interior y la vida nos resulta lenta, y la hora señalada nunca llega (como les sucede a los deportistas en medio de una prueba cuando acuden a la cita atlética sin la preparación debida).

El tiempo, como la naturaleza y las personas, cambia. Su dimensión resulta inversamente proporcional a la estatura del ser humano: cuando este es menor aquel es mayor y cuando este es mayor aquel es menor. El tiempo no existe si no es por nuestra percepción del mundo, pero tampoco nuestra percepción del mundo existe si no es por él. El tiempo aparece representado bajo la forma de un cuaderno con sus páginas en blanco, en el libro que está sobre mi escritorio (en el tiempo escribimos nuestra vida), y figura lánguido e inconsistente en el cuadro colgado en la pared. El tiempo, como un buen amigo, nos apremia a hacer las cosas, y como una madre, nos acoge en su regazo durante una mañana de retiro.

Hace muchos años, leí un cuento ¿de China? donde el tiempo era un ser (consciente). Pensaba, reflexionaba, tomaba decisiones, así como otras veces se dejaba llevar por las circunstancias. Su enamorada era la eternidad (un amor imposible). Ella siempre se mostraba esquiva, aunque de vez en vez, con las precauciones necesarias para que él no la viera, detenía su andar en la espesura de los bosques y lo miraba cuando él se ejercitaba o cuando se sentaba sobre los troncos a derramar las amargas lágrimas de su llanto. Todos y cada uno de nosotros sabemos de qué hablamos cuando hablamos del tiempo.

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